En enero del 2009, formé parte de una delegación sindical internacional de la CSI que fue a Washington a entablar una serie de conversaciones con los directores del FMI y del Banco Mundial. Para ellos, la superación de la crisis del 2008 pasaba por volver a las viejas recetas ortodoxas. No se tomaban en cuenta, ni importaban, las otras dos graves crisis en ascensión, la ambiental y la social, derivadas de la extensión de las políticas salvajes de mercado también a esas esferas.
Nuestra posición sostenía que había que mirar a futuro y apuntar a resolver las tres crisis conjuntamente, con políticas integradas y globales.
No solamente no se hizo nada en ese sentido, sino que las políticas propugnadas por las instituciones financieras internacionales siguieron recetando políticas equivocadas al exigir recortes de gastos y la reducción de la protección social hasta que fuera solo un remedio tímido, tímidamente limitado a los sectores extremadamente pobres, dejando de lado a quienes estaban un poco por encima de la línea de pobreza
En el ámbito político, sobrevino el ascenso de sectores de extrema derecha a los gobiernos de varios países europeos, de Estados Unidos, algunos (neo) golpes de estado en América Latina, como en Honduras, Paraguay, Brasil y, recientemente, Bolivia. Los culpables de la crisis pasaron a ser los sectores populares, los migrantes, trabajadores y trabajadoras que tenían contratos colectivos o querían hacer valer sus derechos como ciudadanos y ciudadanas.
Si bien, aunque sea en forma simbólica, la creación del G 20 fue una admisión tácita de que era necesaria una conducción más participativa del mundo, porque el divorcio entre el pretendido liderazgo del G 7 y la realidad ya era explícito, del otro lado, las grandes empresas seguían su tarea de minar el multilateralismo, al iniciar una ofensiva dentro de las Naciones Unidas que tiene como colofón, entre otras cosas, la firma de un acuerdo entre la ONU y el Foro Económico Mundial para la implementación de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, lo que, a nuestro entender, socava aún más los fundamentos del multilateralismo, tan necesario para la gobernanza del mundo.
No se volvió a la “normalidad” previa a la crisis de los subprime de 2008. Mucho menos se resolvieron las crisis preexistentes. Lo que se hizo fue aplicar algunos remiendos que ayudaron a empeorar las cosas. Creció la desigualdad, se continuó depredando la naturaleza (ascenso del número de gobiernos que niegan la propia existencia del calentamiento global) y se multiplicaron los gobiernos (con apetencias autoritarias) enemigos de la inclusión.
Los resultados están a la vista. El coronavirus no viene a caer en el vacío. Llega y se propaga en un mundo dominado por políticas elitistas y excluyentes ya conocidas.
Hace ya varios años se habla de que menos del 10 por ciento de la población retiene la misma cantidad de riqueza que lo que posee el 50 por ciento de la población más pobre del mundo. El 28 de noviembre de 2019, Jeffrey Sachs, uno de los tres principales economistas del planeta en la actualidad, dio cifras estremecedoras en un evento llevado a cabo en la OIT, en Ginebra, sobre financiamiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Dijo que el PIB mundial es estimado en 100 billones de dólares, de los cuales 10 billones (10 por ciento del PIB mundial) están en manos de 2.000 personas, los billonarios del planeta.
Por otra parte, un informe de la ONG Global Financial Integrity, de fecha 3 de marzo de 2020, muestra que, debido a sobrefacturaciones o subfacturaciones en el comercio internacional, 8,7 billones de dólares (8,7 por ciento del PIB mundial) han dejado de ser recaudados por el fisco de 148 países en vías de desarrollo del mundo, entre 2008 y 2017. ¿Para dónde se han dirigido esos recursos? Probablemente, para los paraísos (guaridas) fiscales. No se toman ahí las otras fugas por otros conceptos. Y pensar que siguen insistiendo en que el sector público es la causa de todos los males del orbe. Caras de piedra!
Son solamente dos ejemplos de muchos que pueden darse, que vienen al caso porque ahora, con el coronavírus, en la medida en que el epicentro se va desplazando hacia las Américas, surgen sectores liderados por Donald Trump, Jair Bolsonaro y otros que insisten en instalar un debate sobre si se prioriza la salud económica o la salud pública. Dicen que no hay que parar la economía, que hay que seguir trabajando y que es lamentable, pero natural, que se pierdan “algunas” vidas. La extrema derecha está llegando más lejos que en la crisis subprime. Entonces exigían que renunciáramos a nuestros derechos, ahora nos demandan que, además de entregar nuestras conquistas, ofrezcamos nuestras vidas en holocausto para defender “su” economía, la economía que les sirve solamente a ellos.
Ahora todo se centra en volver a la normalidad, o sea, al estado de las cosas previo a la aparición y propagación del Covid-19. Hay esfuerzos loables de encontrar una vacuna, de testar a la mayor cantidad de gente, de que los sistemas de salud sean adaptados, en la medida de lo posible y en forma urgente, para hacer frente a la emergencia.
Debemos hacer notar, como lo propone José Robles, del Instituto Mundo del Trabajo, de Argentina, que todos estos esfuerzos se dirigen a resolver el enorme problema mundial creado por esta pandemia. Y se pregunta: ¿Qué pasaría si dentro de un tiempo corto surgiera otro virus y otra crisis? ¿Soportaran nuestros países? ¿Aguantará el mundo? Claro que no.
Hay algunos cambios de posición que son positivos. No es común ver al FMI recomendando a los gobiernos gastar más en salud y estimular el consumo interno. Un chiste ronda por América Latina, que dice que el miedo a la muerte convierte a muchos neoliberales en keynesianos. Pero discursos llamativos prometiendo cambios después de estallar la crisis de 2008 también fueron pronunciados. Entre ellos, recuerdo el de Sarkozy. No hubo ulterioridades y hoy estamos como estamos.
Por tanto, queda meridianamente claro que la solución no está solamente en superar esta pandemia asesina y volver, a lo largo de los próximos meses, a nuestra pretendida normalidad diaria. O se supera este modelo neoliberal o perecerá gran parte de la vida del planeta, incluyendo miles de millones de seres humanos. O se recupera el rol de los Estados y se coloca a la política y a la vida por encima del antojo de los grandes capitales o no tendremos sostenibilidad.
O se impone una tasa tipo Tobin a las transacciones financieras y se redistribuye el resultado y se establece “un impuesto al bienestar” a esos dos mil billonarios de los que hablamos o no lograremos financiar los ODS.
O exigimos enérgicamente que el embargo a Venezuela, Cuba y otros países sea levantado o veremos una hecatombe por efecto de las políticas activas de unos gobiernos y la complicidad silenciosa e insolidaria de otros.
O los gobiernos imponen robustas bancas públicas de desarrollo para sostener y promover las pequeñas y medianas empresas, los verdaderos generadores de empleo, y acelerar la necesaria transición hacia un modelo de producción centrado en innovaciones sociales y ambientales o seguiremos siendo rehenes del sector usurero de las finanzas.
La atracción de inversión extranjera directa es importante para los países en desarrollo, pero apenas es capaz de promover transformaciones cuando articulada con las pequeñas y medianas empresas locales e integrada a una política industrial centrada en la innovación.
O volvemos a insistir en la integración real en los continentes, en este caso en América Latina, y reactivamos UNASUR y CELAC o seguimos nuestra reciente trayectoria de creciente pérdida de relevancia en las decisiones globales sostenida en un adefesio como PROSUR. El periodista Mariano Vázquez sostiene acertadamente que dicho esperpento debería mejor llamarse PRONORTE porque es totalmente funcional a las políticas de Donald Trump.
O establecemos sistemas fiscales que posibiliten la inclusión social o seguiremos expulsando compatriotas hacia el exterior. Seguimos insistiendo en que la solución no es solamente igualdad de derechos de los/as migrantes en los países de destino, sino igualdad de oportunidades en los países de origen. Derecho a no migrar.
O defendemos y reforzamos el multilateralismo, donde los gobiernos de países pequeños y grandes interactúen o permitiremos que el “multistakeholderismo”, liderado por las grandes empresas, dirija el accionar de las Naciones Unidas.
Aquí pueden faltar muchas cosas y puede ser necesario priorizar los puntos, pero lo cierto es que, si queremos un mundo sostenible, no podemos contentarnos con volver a los meses anteriores al Covid 19. Cada uno de los países y la comunidad internacional deben estar preparados para contener cualquier otro virus y cualquier otro tipo de crisis, porque la inestabilidad es la nueva normalidad en el mundo que se viene.
*Por Víctor Báez Mosqueira, Secretario General Adjunto de la Confederación Sindical Internacional (CSI)