Nuestra deuda es con la vida: poner la economía al servicio de la vida

La expansión planetaria del COVID-19 abre un interrogante sobre qué ocurrirá una vez superada esta etapa. ¿Más globalización o más desconexión? ¿Acentuación de los patrones actuales de “desglobalización” y ocaso para los grandes proyectos de integración como la Unión Europea? ¿Coordinación conjunta a través de los organismos multilaterales para superar la crisis o el silencio cómplice del sálvese quien pueda? ¿Cambiar todo para que no cambie nada? Sea cual sea la respuesta, el último escenario es el que necesitamos evitar, si nos interesa la vida.

La persistencia en el tiempo de la pandemia condicionará el futuro profundamente. No es lo mismo detener casi por completo las economías del mundo un par de meses, que prorrogar esta batalla durante un año. En el último caso podría significar, por ejemplo, una cesión de protagonismo económico a escala global desde EE.UU. hacia China, que parece estar saliendo airosa de la crisis. De cualquier manera, el fin de la pandemia está estrechamente vinculado con las capacidades tecnológicas y científicas de nuestros países para investigar tratamientos eficaces y, en el mejor de los casos, encontrar una vacuna para distribuirla rápidamente. En el mejor escenario ello llevaría meses. Incluso en sectores ortodoxos se comprende la impostergable necesidad de invertir en ciencia y tecnología. El caso argentino merece ser subrayado: el esfuerzo desmedido llevado a cabo por nuestros investigadores y personal de salud no debe ocultar la necesidad de inversión.

La pandemia nos deja dos enseñanzas que ponen en valor dos luchas cruciales ante la oleada neoliberal de la década de 1990: la reivindicación de la salud pública, accesible y gratuita para todos, cuando vemos que un test para comprobar si estamos infectados con COVID19 puede costar 70 dólares en Chile, cuyo sistema de salud está privatizado. O en Ecuador, aunque su presidente Lenin Moreno mire para otro lado, donde el sistema de salud es mixto -pero los muertos son de todos -, oscila entre los 80 y los 120 dólares. Un tratamiento para COVID19 en Estados Unidos, por ejemplo, puede costar hasta 20 mil dólares, según la gravedad del caso, un monto que, comparado con el salario mínimo en 2020 en la ciudad de Nueva York -especialmente afectada por el virus-, haría necesario desembolsar el sueldo de tres o cuatro meses para acceder a la atención médica necesaria.

La segunda enseñanza tiene que ver, mucho más allá de la discusión sobre el regreso u ocaso del Estado de Bienestar keynesiano, con la necesidad de un Estado fuerte, presente y que intervenga para regular al capital en favor de la vida y los derechos humanos fundamentales en esta crisis. En este marco se inscriben, por ejemplo, las medidas reclamadas por la Organización Internacional del Trabajo, tanto como la Confederación Sindical Internacional, para a) proteger a los/as trabajadores/as del contagio, b) sostener el empleo mediante la extensión de la protección social y las licencias pagas por enfermedad y c) ofrecer estímulos a las PyMEs y la economía en general mediante apoyos financieros, políticas fiscales y monetarias.

Hay un consenso muy amplio en reconocer, como lo hizo ya el FMI, que la caída de la actividad económica internacional este año a esta altura ya será mayor que la provocada por la crisis financiera del año 2008, y algunos se animan a aventurar que tendrá consecuencias más profundas que el crack del ’29. De acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo, debido a la pandemia podrían destruirse entre 5,3 y 24,7 millones de empleos en el mundo. En nuestro país, a la caída del PBI ya proyectada por la delicada situación económica previa, se añadirían pérdidas entre dos y tres puntos porcentuales. Detrás de esos números abstractos se esconden vidas, empleos, destinos y futuros que caerán en la miseria. Quienes no vieron reducidos sus ingresos y salarios, directamente fueron empujados hacia el desempleo. Esto es lo que ocurre por ejemplo en Reino Unido y especialmente en Estados Unidos, donde 16 millones de personas solicitaron el seguro de desempleo en dos semanas, cifras que han batido los récords del país y suscitan fuerte preocupación, especialmente para Trump de cara a la campaña por la reelección.

Ante este panorama, la respuesta no ha sido la misma en todo el globo. No todos los gobiernos asumieron la misma responsabilidad para proteger la economía, vidas y empleos. En general, la pauta indica que en aquellos sitios donde la contención y protección social era escasa, no se registran medidas de protección fuertes. Quienes históricamente protegen solo la economía, pero no a los trabajadores/as y sus empleos, continúan haciéndolo. Este es el caso de Estados Unidos y Austria. No obstante, el camino del aislamiento ha sido la regla en el mundo, ya que 68% de los países decretaron la cuarentena obligatoria, según la encuesta realizada por la CSI. Mientras tanto, el Gobierno de Bolsonaro en Brasil es el único del total de 94 países encuestados que sigue afirmando que el coronavirus no representa una amenaza importante a la salud pública o la economía nacional. De acuerdo al relevamiento de la CSI, es posible ver también quiénes han sido los gobiernos que mejor respondieron ante esta crisis, tomando medidas e iniciativas orientadas a proteger el empleo, los ingresos y las vidas. En ese “ranking”, Argentina fue reconocida al tope por su integralidad y solidez en la respuesta. Ello porque garantiza la licencia paga por enfermedad, estableció ayudas salariales tanto para los trabajadores formales como para independientes, autónomos e informales, ayudas financieras para pequeñas y medianas empresas, la introducción de moratoria en los pagos de alquileres, hipotecas y créditos y, por supuesto, la atención sanitaria gratuita y al alcance de todos/as. A eso se añade el decreto de necesidad y urgencia firmado hace unas pocas horas por el gobierno que incorpora al COVID19 como enfermedad profesional permitiendo tanto la atención como la prevención.

Pero el problema no acaba aquí. En Argentina y en el mundo, los niveles de endeudamiento han crecido fuertemente desde 2016, y no cesarán de hacerlo en el contexto de esta crisis y sus respuestas. Debemos tomar una posición fuerte y clara al respecto. Si es necesario aumentar la deuda pública y privada para financiar respuestas más eficaces y rápidas para combatir la pandemia y salvar más vidas, hay que hacerlo. La única deuda que no podemos condonar es con la vida. ¿Qué sucede con las deudas que ya tenemos? La CSI lanzó hace sólo unos días un llamamiento a apoyar un fondo Global para la Protección Social Universal para sostener a los países más pobres con ayuda sanitaria y apoyo a los ingresos, y que el FMI coordine un estímulo fiscal, emita derechos especiales de giro (DEG), establezca un Fondo Fiduciario a través del cual las economías avanzadas puedan reasignar sus reservas de DEG, y se asignen las aportaciones de dicho fondo específicamente a la sanidad pública y la protección social y del empleo.

Desde nuestro lugar, proponemos dar un paso más allá de esta posición. Si queremos evitar “cambiar para que nada cambie” debemos adoptar diferentes caminos para conseguir resultados diferentes. Es decir, el peso de la deuda pública y privada externa de nuestro país hace insostenible, en el lenguaje de la Agenda 2030, cualquier posibilidad de adoptar políticas públicas que nos encaminen hacia el desarrollo sostenible, en perspectiva social, económica, ambiental y política. Nuestra posición como CTA Autónoma es sostener la necesidad de la suspensión de pagos de deuda tal como lo exigió el Papa Francisco y también el Grupo de Puebla, hace solo unos días. Mientras exista la deuda significará un factor restrictivo y destructivo para la respuesta, la recuperación y el desarrollo sostenible en áreas como la salud, alimentación y derechos humanos básicos. Anteponemos la deuda con la vida a la deuda con el capital. Es el desarrollo, el crecimiento, el empleo y el bienestar el paso previo necesario para poder honrar cualquier deuda. Por ello mismo, entendemos que este reclamo debe ser acompañado paralelamente, y ser fuente de financiamiento para la creación de una renta básica universal, como ingreso no condicionado al que acceda toda la población para llegar a cubrir los costos de una vida digna.

Si queremos taclear esta pandemia y promover un cambio profundo para el futuro, tenemos que atacar las causas de la miseria, la pobreza y la desigualdad en el mundo. Tenemos una distribución de la riqueza que de tan inequitativa, se torna inaceptable y no pueden ser los pueblos, con su salud y bienestar quienes costeen esta deuda. Esa es la verdadera deuda que tenemos: con la vida digna. Es hora de que las instituciones financieras internacionales y los organismos multilaterales sientan esta presión y se pongan a la altura del desafío.

*Por Gonzalo Manzullo, Director Relaciones Internacionales de la CTA Autónoma

 

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