35 años del Somozazo: El día en que un lanzacohetes reventó al stronismo
El auto del dictador nicaragüense quedó reducido a hierros retorcidos. | Foto: Archivo
El 17 de setiembre de 1980, un comando guerrillero del ERP asesinó en las calles de Asunción al ex dictador nicaragüense Anastasio Somoza Debayle. Fue un ataque sorpresivo, que derribó para siempre el mito de que la dictadura stronista era poderosa e inexpugnable. Esta es la crónica de aquel histórico atentado.
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Por Andrés Colmán Gutiérrez
El lanzacohetes no disparó.
El capitán Santiago (Hugo Alfredo Irurzún) había salido al frente de la vivienda que alquilaban sobre la avenida Generalísimo Franco (actual España) y la calle América, en Asunción, desde donde divisaba perfectamente el automóvil Mercedes Benz color blanco, en el que viajaba el ex dictador nicaragüense Anastasio Tachito Somoza Debayle, y que en ese momento se había detenido, luego de que el Jeep Cherokee, conducido por el guerrillero Armando, le cerrara el paso.
Siguiendo el plan original, Santiago había levantado sobre su hombro derecho el lanzacohetes RPG-2, de fabricación china, apuntado hacia el automóvil y oprimido el gatillo, esperando el impacto de la explosión, pero el arma no disparó.
Ramón (Enrique Gorriarán Merlo, el jefe del operativo) vio que los policías que llegaban detrás, en otro auto, se disponían a reaccionar y pensó que todo el plan podía fracasar en los siguientes minutos.
Entonces tomó posición con su fusil de asalto M-19 y vació todo el cargador, que contenía 30 proyectiles, contra el parabrisas delantero, mientras se repetía a sí mismo: «Ojalá que el auto no sea blindado».
No. El auto no era blindado. Los balazos penetraron el parabrisas delantero y parte del fuselaje, alcanzando primero al chofer César Gallardo (nicaragüense), como a quienes iban en los asientos traseros, Somoza y su asesor financiero, Jou Baittiner (estadounidense).
Ramón se acercó a pocos metros del auto para disparar su última ráfaga y luego, al ver que Santiago había recargado el lanzacohetes y estaba listo para disparar, corrió en su dirección y le hizo señas para que proceda.
Esta vez, el lanzacohetes funcionó perfectamente y el potente proyectil dio de lleno en el auto Mercedes Benz, volándolo por los aires.
«La explosión fue impresionante. Pudimos ver el auto totalmente destrozado y la custodia escondida detrás de un murito de la casa de al lado. Ya no tiraban más», recordaría luego el propio Gorriarán Merlo en una entrevista televisiva.
Eran las 9.55 de la mañana del miércoles 17 de setiembre de 1980 y la potente explosión del lanzacohetes no solamente acababa de terminar con la vida de Tachito Somoza, sino también acababa de darle un duro golpe a la propia dictadura del general Alfredo Stroessner, abriendo una profunda grieta en su férreo muro de vigilancia sobre una sociedad sometida y derribando para siempre el mito de que el régimen era una fortaleza inexpugnable.
La «hospitalidad» paraguaya
Tras haber sido derrocado por la revolución del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en julio de 1979, luego de una sucesión de dictaduras militares que había empezado su propio padre, Anastasio Somoza García, a finales de los años 30 del Siglo XX, Tachito Somoza tuvo que peregrinar por Estados Unidos, las Bahamas y Panamá, hasta lograr que un gobierno amigo le concediera asilo político.
Acusado de varios crímenes de lesa humanidad y de haberse enriquecido ilegalmente en el poder, Somoza llegó al Paraguay el 19 de agosto de 1979, acompañado de un grupo de familiares y colaboradores cercanos, incluyendo a su amante, Dinorah Sampson.
El entonces ministro del interior de la dictadura stronista, Sabino Augusto Montanaro, expuso en una conferencia de prensa que Somoza era recibido en el Paraguay en carácter de «residente temporal» y no como exiliado político.
Conferencia de prensa de Somoza en Asunción. (Archivo)
«El Paraguay, siempre fiel a su tradición de hospitalidad, que se ha puesto de manifiesto en distintas épocas, recibirá al general Somoza en calidad de residente temporal», dijo Montanaro.
En un despacho internacional, la agencia EFE recordó que el régimen paraguayo se había hecho por dar refugio a criminales internacionales como el nazi Joseph Mengele o el narcotraficante francés Lucien Darguelles, alias Auguste Joseph Ricord, el jefe de la famosa Conexión Latina.
Somoza residió a su llegada en una mansión alquilada sobre la avenida Mariscal López, casi San Martín, pero pocos meses después se mudó a otra más grande, sobre la avenida Generalísimo Franco, donde vivió hasta el día de su muerte.
Muy pronto, su presencia se hizo habitual en clubes nocturnos y restaurantes lujosos, donde participaba de fiestas y celebraciones, relatándose varios incidentes con algunas personalidades del jet-set asunceno. Se volvió leyenda su enemistad con el empresario Humberto Domínguez Dibb (HDD), yerno del dictador Alfredo Stroessner y director propietario del diario Hoy, presuntamente porque Somoza cortejaba a una mujer que también era amante de Domínguez Dibb.
También empezaron a trascender noticias de que Somoza estaba realizando operaciones comerciales de compras de tierras y otras inversiones. Posteriormente, se pudo comprobar que Somoza adquirió 8.000 hectáreas de tierras destinadas a la reforma agraria en el Chaco.
La «Operación reptil»
El plan para asesinar a Somoza empezó a gestarse en Managua, la capital de Nicaragua, durante los primeros meses de gobierno del Frente Sandinista. Quien lo planteó fue un conocido líder guerrillero argentino, Enrique Haroldo Gorriarán Merlo, El Pelado, quien en los años 70 fue fundador en su país del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y de su brazo armado, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), junto a Mario Roberto Santucho.
Tras una serie de acciones armadas en la Argentina, Gorriarán, junto con varios de sus compañeros, se unió en 1976 a la lucha del sandinismo en Nicaragua, donde tuvo destacada actuación, hasta lograr la caída de Somoza.
Según lo relataría luego el propio Gorriarán, el plan para matar a Somoza surgió a finales de 1979, en el restaurante argentino Los Gauchos, en Managua, cuando con sus compañeros estaban compartiendo un asado con cervezas.
—Da rabia pensar que ese criminal está gozando de sus millones en Paraguay— dijo Armando.
—¡Ah no!, sería una vergüenza histórica permitir que ese asesino se muera tranquilamente en su cama de tanto beber guaro— agregó otro de los guerrilleros, según contó Gorriarán a los escritores Claribel Alegría y D.J. Flakoll.
Así empezó a gestarse la llamada «Operación reptil», que si bien fue una iniciativa del grupo comando del ERP, contó con la autorización y la financiación de autoridades del Gobierno sandinista, especialmente del entonces ministro del Interior, comandante Tomás Borge.
«Entrar al Paraguay sin levantar sospechas, hacer el trabajo sin que te agarren y salir sin dejar huella», era el objetivo del grupo, que según Gorriarán fue integrado por «cerca de diez» hombres y mujeres. Solo se ha podido conocer y confirmar la identidad concreta de Gorriarán, Irurzún, Roberto Sánchez y Claudia Lareu.
Tras un entrenamiento en Colombia, un primer grupo de tres personas ingresaron al Paraguay desde Brasil en marzo de 1980 y perdieron varias semanas reconociendo el terreno y tratando de detectar el lugar donde vivía Somoza.
El dato preciso lo pudieron obtener de un modo temerario, cuando una de las integrantes del grupo abordó un taxi y le pidió al taxista que la lleve hasta «una peluquería que queda a dos cuadras de donde vive el general Somoza». Como el taxista tampoco lo sabía, no se le ocurre mejor recurso que bajarse a preguntar en una comisaría, y así la propia Policía les indica la dirección, sobre la avenida Generalísimo Franco.
Para poder vigilar la casa sin despertar sospechas, el grupo alquiló un kiosco de venta de revistas y diarios en la esquina de la actual avenida España y Santísimo Sacramento. Desde allí, haciéndose pasar como kiosquero, uno de los guerrilleros podía observar las salidas y entradas a la mansión de Somoza y tratar de establecer su rutina.
«Lo simpático es que varios de los clientes que acudían a nuestro kiosco a comprar revistas pornográficas eran los propios policías de Stroessner», apuntaría luego Gorriarán Merlo.
Alquilaron varias casas de seguridad en barrios populares de Asunción. Una de ellas estaba en el barrio San Vicente, donde guardaban las armas que lograron ingresar de contrabando desde Argentina, cruzándolas en canoa por el río Paraguay, con ayuda de unos contrabandistas a quienes hicieron creer que eran simples mercaderías: el lanzacohetes RPG-2, fusiles M16, ametralladoras Ingram y pistolas automáticas.
Otra iniciativa fue alquilar una casa sobre la avenida Franco (actual España), por donde habitualmente pasaban Somoza y sus guardaespaldas, en dirección al centro de la ciudad.
Tras comprobar que había una vivienda ofrecida en alquiler sobre Franco y América, los guerrilleros se presentaron ante el propietario (el ingeniero civil Luis Alberto Montero) asegurando que eran representantes del cantante español Julio Iglesias, quien planeaba pasar un tiempo en Paraguay para preparar una película y una serie de conciertos, pero que el mismo deseaba permanecer en el anonimato.
La estrategia funcionó perfectamente.
«¡Blanco…! ¡Blanco…!», fue la señal
Durante varias semanas de agosto y setiembre, Somoza desapareció de escena y los miembros del comando guerrillero estuvieron a punto de abortar el operativo, temiendo ser descubiertos si pasaba más tiempo, hasta que el 10 de setiembre el ex dictador reapareció en sus periódicas salidas desde la mansión.
Ya no había vuelta atrás. Había que ejecutar el operativo en la primera oportunidad y la misma se dio el miércoles 17, cuando el guerrillero que se hacía pasar como kiosquero gritó a través del walkie talkie la señal convenida: «¡Blanco…! ¡Blanco…!», aludiendo al color del auto en que se desplazaba Somoza.
En el auto conducido por el chofer César Gallardo solo iban, atrás, Somoza y su asesor Baittiner. Detrás se desplazaba el auto de los custodios, un Ford Falcon a cargo del comisario Francisco González León, con otros cuatro policías asignados.
Cuando el auto Mercedes Benz cruzó el semáforo de la calle Venezuela, el guerrillero Armando salió al paso a bordo de un Jeep Cherokee y cerró el paso a una kombi que iba adelante. El chofer de Somoza, que venía detrás, tuvo que frenar bruscamente.
Fue cuando el capitán Santiago (Irurzún) salió a la vereda e intentó disparar el lanzacohetes, pero el mecanismo se trabó. Gorriarán asumió el momento vaciando el cargador de su M16. Recién entonces Irurzún pudo activar su potente arma y el Mercedez Benz voló en pedazos.
Un paisaje desolador
Había que estar allí para ver los rostros desencajados y asustados del entonces ministro del Interior de la dictadura stronista, Sabino Augusto Montanaro, del jefe de Policía, general Alcibiades Brítez Borges, y del jefe del Departamento de Investigaciones de la Policía de la Capital, Pastor Milciades Coronel, todos parados al lado del Mercedes Benz color blanco, totalmente destrozado, en medio de la avenida.
Los máximos jerarcas del régimen estaban lívidos, completamente shockeados, como bien se puede observar en varias de las fotos que publicó la prensa de la época.
El ex dictador nicaragüense Tachito Somoza, uno de los «huéspedes» mundialmente más famosos del dictador Alfredo Stroessner, acababa de ser asesinado en un violento atentado cometido por un grupo de desconocidos, y ellos, los máximos responsables de la seguridad de un sistema político que se proclamaba como un muro de vigilancia infranqueable… ¡habían sido tomados totalmente de sorpresa!
En la Redacción del diario Última Hora, al igual que en la mayoría de los demás medios, se vivió una febril agitación para cubrir el hecho noticioso, totalmente inusual en el contexto político de esos años de dictadura.
Los primeros reporteros que llegaron al lugar del crimen encontraron un escenario impactante: restos humanos regados sobre el asfalto, el auto de Somoza totalmente destruido y aún humeante, y mucha confusión de parte de las autoridades.
Una escena que la mayoría de los colegas recuerda es la de la amante de Somoza, Dinorah Sampson, llegando al lugar a los gritos, exigiendo: «¿Dónde está el general? ¿Dónde está mi marido? ¡Quiero verlo!». Y la respuesta del ministro Montanaro, que se escuchó dura y brutal: «Señora, allí está su marido…¡totalmente destrozado!».
Ese día Última Hora salió a las calles al final de la tarde, cuando ya había una larga cola de lectores esperando frente a la sede central para adquirir un ejemplar. También los principales matutinos, ABC Color y Hoy, sacaron a la calle ediciones «extras» esa misma tarde.
La cobertura de los diarios ofrecía mucho despliegue sobre el atentado, con fotos y croquis.
A miles de kilómetros de distancia, en Managua, otros periodistas le preguntaron al entonces ministro del Interior de la revolución sandinista, comandante Tomás Borge, si sabía quiénes eran los que acababan de asesinar a Somoza en Paraguay.
-¡Fuenteovejuna…! –se limitó a responder Borge.
La pregunta apuntaba a determinar si el Gobierno de la revolución sandinista había tenido alguna participación en el atentado contra el ex dictador, pero Borge encontró en la célebre obra teatral del escritor Lope de Vega, en que el pueblo de Fuente Ovejuna, en la España de finales del Siglo XV, se rebela ante la tiranía y hace justicia por mano propia, la excusa perfecta para evadir cualquier responsabilidad.
Los versos de Lope de Vega dicen:
¿Quién mató al Comendador?
¡Fuenteovejuna, Señor!
¿Quién es Fuenteovejuna?
¡Todo el pueblo, a una!
Pasarían muchos años hasta que se conociera que no fue Fuenteoejuna, sino el grupo comando del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), dirigido por el argentino Enrique Gorriarán Merlo, con estrechos lazos con el Gobierno sandinista, el que tuvo a su cargo el operativo de ajusticiamiento.
La pesadilla represiva
La respuesta del régimen al episodio bautizado como «el Somozaso» fue el cierre de fronteras, el estado de excepción y una fuerte escalada represiva.
La mayoría de los autores del atentado lograron escapar a tiempo del país, menos uno de ellos, el capitán Santiago, Hugo Alfredo Irurzún, quien fue atrapado cuando regresaba a una de las casas que mantenían como refugio para retirar armas y dinero, en el barrio San Vicente.
Irurzún se enfrentó a tiros con la Policía, resultó herido y fue llevado al Departamento de Investigaciones, donde murió luego de largas horas de tortura, según el testimonio de otros presos políticos. Sin embargo, el jefe de Investigaciones, Pastor Coronel, aseguró que fue abatido durante un fuego cruzado con la Policía.
En los días siguientes sobrevino una verdadera cacería de brujas, con los famosos «operativos rastrillo», en que bandas de militares, policías y pyragués avanzaban peinando los barrios de las ciudades y los pueblos, casa por casa, ingresando con mucha violencia a revisar viviendas, comercios y oficinas, o formaban sorpresivas barreras en las calles y en las rutas para someter al control a personas y vehículos.
Cualquiera que resultara «sospechoso» (nadie sabía de qué) podía ser detenido al instante, sin orden judicial, y ser llevado «para averiguaciones». Suponía una casi segura sesión de torturas en las comisarías o en las mazmorras de Investigaciones, solo por haber sido encontrado en su poder algún libro o disco prohibido. La dictadura necesitaba encontrar culpables del «bárbaro crimen terrorista» contra «el dignatario extranjero», y la lección represiva buscaba acallar nuevos intentos de protestas contra el régimen.
Pero ya el mito había sido vencido: la dictadura no era todopoderosa ni inexpugnable, y podía llegar a caer.