Es curioso: Arabia Saudita interviene en Bahréin para reprimir una protesta popular, puede aplicar la pena de muerte a “brujas”, homosexuales o herejes, prohibir a las mujeres participar en los Juegos Olímpicos y, sin embargo, casi nadie acusa al país de violar los derechos humanos.
Es curioso: Arabia Saudita interviene en Bahréin para reprimir una protesta popular, puede aplicar la pena de muerte a “brujas”, homosexuales o herejes, prohibir a las mujeres participar en los Juegos Olímpicos y, sin embargo, casi nadie acusa al país de violar los derechos humanos.
Los derechos humanos no son más respetados en Arabia Saudita que en Irán. Entonces, ¿a qué debe la monarquía wahabita que la “comunidad internacional” la disculpe milagrosamente? ¿Acaso a su condición de principal país exportador de petróleo y de aliado de Estados Unidos? En cualquier caso, Arabia Saudita puede intervenir en Bahréin, reprimir allí una protesta democrática, ejecutar a setenta y seis personas en 2011 (entre ellas, a una mujer acusada de “brujería”), amenazar con el mismo castigo a un bloguero que difundió en su cuenta de Twitter un diálogo imaginario con el Profeta, condenar ladrones a la amputación, declarar pasibles de la pena de muerte a los culpables de violación, adulterio, sodomía, homosexualidad, tráfico de droga o apostasía, sin que nadie o casi nadie –excepción hecha del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos– parezca alterarse. Nadie: ni el Consejo de Seguridad de la ONU, ni el G20 –del que Arabia Saudita es miembro–, ni el Fondo Monetario Internacional, cuya directora general acaba de felicitar a Riad por su “papel importante” en la estabilización de la economía mundial.
¿La misma monarquía se obstina en prohibir que las mujeres –que ya no pueden desplazarse en auto sin marido o chofer– participen en los Juegos Olímpicos? Esta última violación de al menos dos artículos de la carta deportiva (El artículo 4 de la carta olímpica estipula que “cada individuo debe tener la posibilidad de hacer deporte sin discriminación de ningún tipo”. El artículo 6 especifica que “cualquier forma de discriminación contra una persona fundada sobre consideraciones de raza, religión, política o sexo es incompatible con la pertenencia al Movimiento Olímpico”) no suscita muchos sobresaltos. Suponiendo que Irán fuera culpable de semejante apartheid sexual, ya se hubiera lanzado una campaña internacional de protestas, y hubiera tenido mucho eco.
El permanente tratamiento favorable del que goza la monarquía wahabita acaba de encontrar un nuevo ejemplo con las declaraciones del primer ministro tunecino, Hammadi Al-Jebali. Salido de un movimiento salvajemente reprimido por Zine El Abidine Ben Ali, Al-Jebali alabó a sus anfitriones saudíes durante uno de sus primeros viajes oficiales al extranjero. Pero Riad, que apoyó al clan Ben Ali hasta las últimas consecuencias, se niega a extraditar a este último y se ofrece como refugio para su fortuna adquirida ilegalmente. Por lo demás, el dinero de los países del Golfo alimenta las provocaciones de los salafistas tunecinos cuando financia canales de televisión que propagan en el país su lectura medieval del islam.
En enero de 2008, el presidente francés Nicolas Sarkozy afirmó que, “bajo el impulso de su majestad el rey Abdallah”, Arabia Saudita estaba desarrollando una “política de civilización”. Cuatro años después, este país donde reina la corrupción se convirtió en la punta de lanza del sunnismo ultraconservador en el mundo árabe. Riad –en un principio espantado por la caída de los autócratas tunecinos y egipcios– ahora descubre el derecho de los pueblos para oponerlo a los regímenes de sus rivales regionales, “radicales” o chiitas. Sin duda, el reino se considera protegido de las tempestades populares por la diseminación social de una fracción de la renta petrolera, por el desprecio que la mayoría sunnita siente por el 10% o 20% de chiitas que masculla su descontento en el este del país y, finalmente, por el temor a Irán. Y la indulgencia internacional de la que goza la monarquía saudí le proporciona otro escudo.
(Serge Halimi. Director de Le Monde Diplomatique: 06.03.2012)