Con el argumento de prescindir de los “ñoquis”, el gobierno ordenó miles de despidos en diferentes organismos estatales, lo que generó críticas y polémica. ¿Es tan grande el Estado? El análisis de los datos y la comparación internacional aportan una mirada más allá de los preconceptos.
Igual que un tráiler vertiginoso, el primer mes de gobierno de Mauricio Macri se vio desbordado de sucesos de alto impacto. Ni 24 horas habían transcurrido desde el traspaso de mando cuando se anunció que se dejaría caer el memorándum con Irán por la AMIA. Tres días más tarde se concretó la prometida quita y baja de retenciones al agro y la industria. El 15 de diciembre el presidente designó en comisión a dos jueces de la Corte Suprema y el 16 se desmantelaron los controles cambiarios. La intervención de la Afsca y la Aftic se conoció con las copas ya casi alzándose para el brindis del 24, mientras la fuga de los tres condenados por el triple crimen de General Rodríguez mantenía al país en vilo durante dos semanas. A esa mesa de fin de año se sumó el plato que faltaba: el despido masivo de miles de trabajadores estatales acusados de “ñoquis”.
El despidómetro
Los preanuncios de despidos en el Estado tomaron estado público ni bien asumió el nuevo gabinete, cuyo flamante ministro de Modernización, Andrés Ibarra, señaló en conferencia de prensa que se revisarían todas las contrataciones y concursos de los últimos años con el ánimo de detectar aquellos casos de empleados que sin cumplir funciones estuvieran cobrando un sueldo. El 29 de diciembre ese adelanto tomó forma en el decreto 254/2015, por el cual se instruyó a los ministros, secretarios, autoridades de organismos descentralizados y a las empresas y sociedades del Estado para revisar tanto los contratos de sus empleados como la continuidad de los que concursaron sus puestos en los últimos años. De acuerdo a los considerandos de la norma, el número de concursos durante el mandato de Cristina Kirchner fue excepcional, “circunstancia que amerita que la nueva gestión de Gobierno proceda a la revisión de los procesos de selección y contratación de personal, con el propósito de que se hayan realizado conforme a derecho y respondan a necesidades genuinas de gestión”.
Los despidos comenzaron a sucederse no sólo en el Poder Ejecutivo (al cual se circunscribía el decreto), sino también en el Congreso, provincias y municipios. Casi 2.000 personas fueron echadas del Senado, 600 del Centro Cultural Kirchner, 22 de Arsat, 450 del Ministerio de Seguridad, 290 del Municipio de Lanús, 980 en Quilmes, 1.000 en Morón, 900 en Malvinas Argentinas y 4.500 en La Plata, donde la policía bonaerense disparó gases lacrimógenos y balas de goma contra un grupo de empleados municipales que se manifestaban frente a la sede comunal. La iniciativa “El despidómetro”, creada para contabilizar la cantidad de despidos ocurridos en el Estado desde la asunción del nuevo gobierno, contabilizaba al cierre de esta edición 24.094 casos “confirmados y chequeados” [1].
El tema cobró fuerza en las redes sociales con su correspondiente lógica binaria. De un lado se repetía que “el gobierno no está despidiendo trabajadores; está dejando de regalar sueldos”, mientras del otro se ponderaba a la totalidad del plantel del Estado como un conjunto de trabajadores intachables. Con argumentos vinculados a la eficiencia de la gestión pública, el gobierno insistía en que se trataba de “contratos vencidos” o de “empleados a los que se les dibuja un recibo salarial por un trabajo que no hacen”. “A esos argentinos que hemos encontrado escondidos, que no vienen pero cobran un salario, tienen que saber que van a tener un lugar. Tenemos que salir de estos modelos de abuso de lo que es de todos. Yo sueño con un país donde cada uno encuentre el lugar donde ser feliz”, declaró Macri en su primera conferencia de prensa.
El gobierno en general, y el Ministerio de Modernización en particular –que se excusó de aportar su versión de los hechos para esta nota-, continuaron recurriendo a una justificación que, tal como está formulada, acabó por develarse injusta y engañosa. Injusta porque es cierto que muchos contratos pudieron efectivamente haber finalizado o haber sido celebrados en el marco de convenios con universidades, un modo de contratación flexible al que suele recurrirse en diferentes áreas del Estado para agilizar los procedimientos. Pero los empleados no son responsables de una precariedad que no eligen. El discurso resulta además engañoso, dado que no es posible que en un lapso tan breve las nuevas autoridades hayan avanzado con el prometido análisis de tareas y presentismo sobre la totalidad de los trabajadores.
Más allá de las acusaciones, varias preguntas quedan flotando: ¿es necesario relevar el empleo estatal?, ¿hay ñoquis en el sector público?, ¿cuántos? Y más en general, ¿quiénes trabajan hoy en el Estado, qué tareas realizan, bajo qué condiciones y por qué, por lo menos en apariencia, son tan criticados?
Más que gigantesco, heterogéneo
“La mayor parte del empleo público está hoy en las provincias y se trata de una dotación que en aproximadamente un 70 por ciento está formada por docentes, médicos y policías. La administración pública nacional en realidad representa una cantidad de empleados bastante baja”, señala Maximiliano Rey, politólogo, co-profesor adjunto regular de la Universidad de Buenos Aires y autor, junto a Horacio Cao y Arturo Laguado Duca, de El Estado en cuestión [2], una obra de publicación reciente que analiza las características de la administración pública argentina durante los últimos cincuenta años.
“Es cierto que la cantidad de empleados públicos creció en los últimos años. Pero también fue un período en el que el Estado se agrandó en el mejor sentido del término, ampliando su rol de regulación, diseminando delegaciones de distintos organismos por el territorio, creando universidades y recuperando empresas públicas. Aun así las cifras que indican la cantidad de empleados públicos no son una locura. A mi entender cuando se habla de ñoquis hay detrás una mirada ideológica, porque si bien puede haber sectores del Estado donde se trabaja de una forma más flexible, no es la generalidad de los casos”, advierte.
Una vía para descubrir los hechos y desandar prejuicios es acudir a la frialdad de los números, de modo de intentar responder a dos preguntas: ¿cuál es hoy el volumen real de empleados públicos?, ¿el aparato estatal está o no sobredimensionado?
Antes de meternos con los datos es necesario aclarar que hablamos de un conjunto extremadamente difícil de medir, un poco por la propia frondosidad de la maquinaria pública pero también por la ausencia de un sistema unificado de estadísticas para las diferentes jurisdicciones. A eso se suma la decisión de incluir o no determinadas áreas (por ejemplo YPF, que es una empresa mixta), o la imprecisión de los datos referidos a los empleados contratados vía universidades, ya que una dependencia estatal puede establecer un convenio de asistencia técnica con una casa de estudios pero será esta última la que al fin y al cabo decida a cuántas personas tomará por ese monto. La consecuencia de esta dificultad metodológica resulta obvia: como tantas veces sucede en estadística, las cifras pueden inflarse o desinflarse al gusto de quien las elabora.
Hecha la salvedad vale la pena citar los datos que aporta el trabajo Metamorfosis del sector público nacional, que llevó a cabo el Cippec en base a los empleados de esa porción de la administración estatal (es decir, Presidencia, Ministerios, Congreso Nacional, Poder Judicial, organismos descentralizados y empresas estatales, sin considerar en cambio a los trabajadores provinciales y municipales). El estudio contabilizó en 2015 un total de 773.000 empleados, casi 290.000 más que en 2003, cuando sólo había 484.000.
¿Cómo se desagrega esa cifra? El mayor incremento –un 350 por ciento– se registró en las empresas públicas. Entre las que más emplean figuran YPF, con 22.000 empleados, la Administradora de Recursos Humanos Ferroviarios, con 20.000, el Correo Argentino, con 17.000, Aerolíneas Argentinas, con 10.700, y Aguas y Saneamiento, con 6.000. Aunque pueden haber aumentado su dotación de personal, se trata en general de trabajadores que eran contabilizados como empleo privado y que se convirtieron en empleados públicos a partir de la estatización. En segundo lugar aparece la administración central, que creció un 44 por ciento, sumando unos cien mil trabajadores, con foco, principalmente, en el Ministerio de Desarrollo Social y en el Poder Judicial. Por último, la llamada administración descentralizada (de la cual forman parte organismos como la ANSES, la AFIP y el PAMI) se incrementó un 41 por ciento, incorporando cerca de 90.000 empleados en doce años.
La pregunta sigue pendiente: ¿es demasiado grande la planta de empleados públicos argentinos? Aunque no hay una forma de saber cuál es el tamaño óptimo de un Estado, el índice de trabajadores públicos de acuerdo a la población económicamente activa (PEA) puede ser un buen indicador para comparar con otros países.
De acuerdo a diferentes estimaciones [3], la cantidad total de empleados estatales en Argentina (tomando en cuenta, ahora sí, tanto a la Nación como a las provincias y municipios) se calcula en 3,7 millones, lo cual, considerando una PEA de 22 millones, arroja que cerca de un 17 por ciento de los argentinos que hoy trabajan lo hacen para el Estado. Esos valores demuestran que nuestro país no escapa a la media de la región, y que está por debajo de los países desarrollados como Noruega (donde la relación entre empleo público y fuerza de trabajo es del 34 por ciento), Dinamarca (32), Suecia (26), Francia (22), Canadá (20) y el Reino Unido (18) [4].
“Es posible que en Argentina exista un síndrome de ‘sobre-falta’ de empleados públicos, es decir: sobran en algunos lugares mientras faltan en otros. Pero al contrario de lo que suele pensarse, y si nos comparamos con los países desarrollados, no hay un exceso de funcionarios. El foco debería estar puesto más en la calidad que en la cantidad, porque un Estado más presente y más visible naturalmente requiere de más personal”, refiere Gustavo Blutman, secretario académico del Centro de Investigaciones en Administración Pública de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA.
Al observar la composición del empleo estatal argentino puede notarse que son las provincias las que han visto aumentar sus dotaciones de trabajadores de manera más significativa, en general por transferencias de personal de salud y educación desde la Nación en las últimas décadas. Esto afianzó una tendencia que venía insinuándose desde mediados del siglo pasado: en 1950 el gobierno nacional contaba con 3 empleados por cada 100 habitantes y las provincias con 1,25. En el 2000, el empleo público provincial superaba en más de 5 veces al nacional, aunque con fuertes diferencias según de qué provincia se trate [5]. Respecto de estas cifras, el politólogo Oscar Oszlak escribía ya en 2001 que “Argentina se asemeja a los países federales avanzados, como Estados Unidos o Canadá, donde las burocracias estaduales son abultadas, aun cuando las provincias argentinas no hayan alcanzado niveles semejantes de autonomía fiscal y operativa”.
Las diferencias entre Nación y provincias y la disparidad entre estas últimas dan cuenta de otra característica medular del empleo público: más que gigantesco se presenta como heterogéneo, lo que dificulta cualquier generalización. “No es lo mismo evaluar qué sucede con la gente de YPF, que tiene una gestión de tipo empresarial, con lo que puede estar pasando al interior del Ministerio de Desarrollo Social. Y esas diferencias se reproducen también a nivel nacional, provincial y municipal, porque se trabaja con públicos diversos y con lógicas diversas. Para poder afirmar que ‘con los empleados públicos pasa tal cosa’ habría que desagregar por áreas o incluso por organismos, aunque en ese caso terminaríamos haciendo casuística”, señala Rey.
Según el especialista, en determinados sectores resulta además problemática la acumulación de diversas tandas de reclutamiento decididas por cada gobierno. “Fueron sumándose una serie de capas que con el paso del tiempo han sido caracterizadas como ‘geológicas’ y a las que tal vez cueste convencer de trabajar bajo la línea de una nueva gestión –explica–. Por diversos motivos se superpusieron con distintas normativas de ingreso y de carrera, y su estabilidad hoy depende más de una valoración política que de un análisis jurídico. Eso también hace a la heterogeneidad del aparato estatal”.
Los medios de comunicación, las anécdotas puntuales en oficinas de atención al público y hasta algunos entrañables personajes televisivos han venido agitando por años una suerte de sentido común acerca de que el empleo público “es malo”, pese a que existe una abundante evidencia que da cuenta de la relación positiva entre el nivel de desarrollo de un país y la mayor presencia del sector público. Así lo explica un estudio de la Corporación Andina de Fomento (CAF) y el Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata (Cedlas-UNLP), que analiza el papel central que el Estado ocupa en las sociedades y economías nacionales: “Provee servicios básicos como defensa y justicia, ofrece servicios sociales como educación y salud y con frecuencia participa en sectores productivos a través de empresas estatales. Para realizar este vasto conjunto de actividades el Estado emplea un gran número de trabajadores: de hecho el sector público es, típicamente, el principal empleador en las economías modernas”. La investigación pondera además la alta formación de los trabajadores del Estado de la región, que en promedio tienen catorce años de estudio contra los doce del sector privado y los diez del informal.
Con números y todo, las dudas subsisten. Si se han capacitado, si llevan a cabo tareas vitales para el funcionamiento del país y si, al fin y al cabo, no son tantos: ¿por qué entonces el desprestigio? “Presentar la idea de un Estado lento y supernumerario fue necesario para generar un clima de opinión que permitiera llevar adelante determinadas medidas de ajuste. Hubo un Estado de Bienestar que posiblemente no tuvo el cuidado suficiente para agilizar su administración, lo que fue aprovechado por las corporaciones para hacer su juego con el apoyo de los tanques en las calles en el pasado y el de los tanques mediáticos en el presente –señala Claudia Bernazza, secretaria de Desarrollo Social de La Matanza y ex directora del Instituto de Capacitación Parlamentaria de la Cámara de Diputados–.
Desde luego que el sector público tiene sus falencias. Pero también las tiene el sector privado, por caso, las empresas de telefonía móvil, y no son blanco de esas campañas de descrédito.”
Alta tensión
“Es normal que se dé un cierto recambio en el plantel de empleados públicos al iniciarse una nueva gestión, incluso es habitual que algunos trabajadores se vayan y lleguen nuevos cuando dentro de un mismo gobierno cambia un ministro –advierte Blutman–. Con Néstor Kirchner también se dieron despidos en determinadas reparticiones, pero fueron microscópicos, no se conoció el caso de un funcionario que echara de pronto a mil personas.” Uno de los problemas, según su mirada, es que hoy existe un grado mayor de flexibilización para expulsar empleados, ya que hay una planta permanente muy chica y un enorme sector de contratos de diferente índole: planta transitoria, pasantías, becas, contratos de empleo público, locación de servicio, de obra, con organismos internacionales, con universidades y fundaciones, entre otros. Y cada uno con su propia normativa salarial y laboral.
La famosa “planta permanente” del Estado suele ser la más vapuleada por la opinión pública. Se dice que estos empleados están atados a sus puestos y que despedirlos resulta casi imposible más allá de su desempeño, lo que puede provocar con los contratados una tensión más o menos sutil. “Sin embargo –refiere Blutman– lo cierto es que la gente de planta fue desapareciendo de los organismos públicos. Hace 20 años eran más los trabajadores de planta que los contratados, pero esa relación fue desequilibrándose a favor de estos últimos. Sí me parece que debería existir una planta permanente con continuidad, pero también con cierto grado de renovación y sobre todo con evaluaciones y capacitaciones serias y acordes con las necesidades sociales.”
Mientras pelean por la reincorporación de sus afiliados, los dirigentes de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) lanzaron la contracampaña “Soy estatal, mi trabajo son tus derechos”. “La estabilidad del empleo público no es un beneficio de los trabajadores sino un derecho de los ciudadanos, para que quienes llevan adelante las políticas públicas cuenten con la tranquilidad y la independencia de no estar presos del gobierno de turno”, expresaron a través de una serie de spots.
El secretario general del gremio, Hugo Godoy, explica los despidos masivos por varias vías. “Por un lado existe una concepción de que ‘el Estado es mío’, un coto de caza donde poner a los propios. Pero esto es también un disciplinamiento de cara a la próxima discusión salarial. Si estuviéramos hablando de ñoquis eso podría detectarse con un simple control de asistencia; y si hay gente que cumplía tareas ligadas a la administración anterior, entonces habrá que encontrarles una ocupación nueva”, sostiene. Y añade una paradoja: “La precarización laboral dentro del Estado, que aumentó durante el kirchnerismo, terminó volviéndose un terreno fértil para estos despidos”.
Desde el gobierno anterior discuten esta afirmación marcando que se han realizado tanto avances en el marco normativo que regula el empleo público nacional como esfuerzos por formalizarlo, y que de hecho los 13.000 concursos llevados a cabo desde 2009 (cantidad que el citado decreto calificó de “excepcional”) tuvieron que ver, precisamente, con blanquear a esos trabajadores informales que en muchos casos venían desde hace años trabajando para el Estado [6].
“Cuando un gobierno toma decisiones se enfrenta a la necesidad de contratar gente con celeridad. Los concursos deberían cambiar sus procesos, es cierto, desandando el camino reglamentarista de nuestros Estados. Pero todo esto no se hace de la noche a la mañana –apunta Claudia Bernazza–. Justamente porque avanzó con políticas transformadoras, el kirchnerismo tuvo problemas con las reglamentaciones del empleo público, previstas en su mayoría por administraciones conservadoras. Estas reglamentaciones de la relación de empleo son un problema también en los países centrales. Después de todo –concluye– los liderazgos transformadores siempre están al borde de cumplir las normas administrativas preexistentes, y eso sucede tanto en el ámbito público como en el privado.”
“Tecnócratas” y “grasas”
Estado y militancia
“El Estado no es una bolsa de trabajo, no tiene que pagarle a una cantidad enorme de militantes de algún partido político”, lanzó Gabriela Michetti desde la presidencia del Senado. Sus declaraciones fueron coronadas luego por las de Alfonso Prat-Gay, quien advirtió que se espera una administración pública a la cual no le sobre “la grasa de la militancia”. “Nosotros no vamos a contratar militantes, sino a las mejores personas para cada puesto”, remató el ministro de Hacienda y Finanzas.
El paradigma burocrático tradicional weberiano propiciaba una separación categórica entre los funcionarios que tienen a su cargo la faz política ejecutiva (presidente, ministros, secretarios, subsecretarios y sus asesores) y los empleados públicos propiamente dichos, quienes desempeñan funciones de soporte administrativo y cuyo accionar –siempre de acuerdo a esta visión– no debería estar influido por la orientación política. Lo cierto es que este esquema tan dicotómico no se corresponde con las prácticas concretas, donde la política termina impregnando cambios en la fisonomía del aparato administrativo que llevará a cabo sus objetivos.
“Para la visión neoliberal el radio de acción de lo político debería limitarse a lo mínimo indispensable, dejando libres a las fuerzas del mercado para que organicen a la sociedad conforme con un óptimo social que resultará, precisamente, de ese libre juego. Entonces, toda ‘política’, toda regla que altere relaciones de fuerza dadas, toda interferencia deliberada en las leyes del mercado será vista como algo costoso, nocivo y, en última instancia, ilegítimo. La sospecha se extiende así hacia cualquier tipo de acción política y hacia cualquier vocación manifiesta de ‘hacer política’. Por contraposición, se exalta el componente tecnocrático, atribuyéndole el lugar del saber calificado, pero como una reformulación justificatoria de la separación entre política y administración”, escribe al respecto Mabel Thwaites Rey, profesora titular regular de la carrera de Ciencia Política de la UBA [*].
¿Qué ocurre cuando la burocracia que venía trabajando bajo cierta impronta debe vérselas con un cambio de gobierno y encarar sus tareas con una nueva orientación? “Los objetivos de gestión pública están siempre orientados por una ideología, y la administración está al servicio de esos objetivos. Pero los proyectos de gestión son proyectos en diálogo con las prácticas administrativas preexistentes –afirma Bernazza–. La democracia trae ruido –añade–, pero ahí está el arte de los conductores, de poder tomar la memoria, la experiencia y el saber del proyecto anterior, buscando puntos de acuerdo para recorrer la transición. A los trabajadores del Estado hay que sumarlos a partir de una pasión que siempre es ideológica y que tiene que ver –en el mejor sentido del término– con una militancia por lo público. Sin esa grasa la maquinaria burocrática del Estado resulta impiadosa.”