Es uno de los veinte conglomerados empresariales (chaebol, en coreano) más grandes del mundo, y ningún sector le es ajeno, desde la electrónica a la energía nuclear, desde la industria armamentística a los seguros o la construcción. Nacida al abrigo de una dictadura, Samsung es conducida con rigor militar por su todopoderoso amo.
Imposible no verla, incluso en medio de la selva de edificios de cristal, uno más peculiar que el otro (aquí, la originalidad es marca de distinción). La Torre Samsung se impone en pleno corazón de Gangnam, uno de los barrios más bling-bling de Seúl, con sus gigantescas avenidas, sus autos de lujo y sus jóvenes a la moda, que se hicieron famosos en todo el mundo gracias al video Gangnam Style, del cantante Psy.
En la torre, Samsung Electronics cuenta con tres pisos para exponer sus inventos más espectaculares: pantallas gigantes donde uno se transforma en jugador de golf o en campeón de béisbol, televisores en 3D, heladeras de paredes transparentes y provistas de un sistema que sugiere recetas a partir de lo que tiene adentro, espejos con sensores que indican el ritmo cardíaco, la temperatura, etc. Sin olvidar, en un lugar destacado, a la última perla del grupo: el teléfono inteligente Galaxy 4, recientemente lanzado en todo el mundo.
Es el lado luminoso de Samsung. En esta tarde de mayo, decenas de adolescentes vienen a encontrarse aquí, ya que estamos a pocos pasos de la Universidad de Seúl. Van de un stand a otro, se quedan pasmados ante las proezas tecnológicas, se desafían, se interpelan. Ante nuestra pregunta, todos nos dijeron que trabajar en Samsung sería “un sueño”.
Una aseveración que oiremos varias veces. ¿Acaso no fue Samsung quien les ganó la delantera al coloso estadounidense Apple y al japonés Sony? ¿Acaso no es “El gigante del siglo XXI en tecnologías de punta”, como afirma un joven investigador recién contratado en Samsung Design, el templo de la innovación? ¿Y la torre más alta del mundo en Dubai? ¿Y la central nuclear en Abu Dhabi?, pregunta mi joven interlocutor, con un dejo de ironía, dado que Francia perdió el mercado. Samsung, más Samsung, siempre Samsung…
El grupo extiende sus tentáculos desde los astilleros navales hasta el sector nuclear, desde la industria pesada hasta la construcción inmobiliaria, desde los parques de diversiones hasta la venta de armas, desde la electrónica hasta el comercio mayorista e incluso las panaderías de barrio, sin olvidar el sector de seguros o los institutos de investigación. Samsung es lo que llamamos un chaebol, sin parangón en el mundo (1).
“En Corea del Sur –explica Park Je-song, un investigador del Korean Labor Institute (KLI)–, vos nacés en una maternidad que pertenece a un chaebol, vas a una escuela chaebol, recibís un sueldo chaebol –porque casi todas las pequeñas y medianas empresas dependen de ellos–, vivís en un departamento chaebol, tenés una tarjeta de crédito chaebol y hasta tus actividades de ocio y tus compras serán gestionadas por un chaebol.” Y podría haber agregado: “Te votan gracias a un chaebol”, porque estos mastodontes financian indistintamente tanto a la derecha como a la izquierda.
Las supercorporaciones
Existen treinta en el país, entre los cuales se encuentran Hyundai, Lucky Goldstar (LG) y Sunkyong Group (SK), cada uno en manos de una gran familia dinástica. El más poderoso es Samsung, que opera en el sector de las nuevas tecnologías e invierte en cuidar su imagen –en 2012 el grupo gastó 9.000 millones de euros en marketing (2)–, a pesar de que la saga familiar, con juicios espectaculares, luchas fratricidas, corrupción y gastos suntuosos, dejaría a Dallas como una novelita rosa.Su historia acompaña la evolución de la República de Corea, que pasó del estatus de país en desarrollo en la década de 1960 –detrás de Corea del Norte, en ese entonces más industrializada– al de quinceava economía mundial. El creador del grupo, Lee Byung-chul (1910-1987), comenzó en la parte más baja de la escala, con un pequeño negocio que en el logo tenía tres estrellas (samsung, en coreano). La leyenda destaca su visión para los negocios, que le permitió apostar primero a los grandes bienes de consumo (televisores, refrigeradores) y luego a la electrónica, ganando así sus títulos de nobleza –y llenando sus arcas– en Corea y en los mercados occidentales. Legó su fortuna a sus hijos, sin tener que pagar impuestos o casi, y designó a uno de ellos, Kun-hee, para sucederlo.
Y el sucesor haría crecer el grupo hasta llevarlo a la primera posición en las ventas de semiconductores (provee a Apple), teléfonos inteligentes, pantallas planas y televisores, y se encuentra entre los primeros en ingeniería o química. El grupo se sitúa en el puesto número veinte del ranking mundial (3), registrando un volumen de negocios equivalente a una quinta parte del producto interno bruto (PIB) de Corea. Con una fortuna personal valuada en 13.000 millones de dólares, Lee Kun-hee es el hombre más rico del país y se ubica en el puesto número 69 del mundo.
La leyenda olvida mencionar que Lee Byung-chul inició sus actividades en 1938 con el aval del ocupante japonés.
Tampoco dice que el grupo se desarrolló con la sonada y decisiva ayuda del dictador Park Cheung-hee, que aportó terrenos, financiamiento, reducción de impuestos y leyes específicas para proteger el mercado interno. Puro producto de la dictadura, Samsung conserva muchas de sus huellas.
A los 71 años, el actual presidente de la empresa “ejerce un poder absoluto tanto sobre las decisiones del grupo como sobre el personal –asegura Park Je-song–, aunque detenta una parte ínfima del capital”: menos del 3%. Apenas habla, todos cumplen sin titubear. En 1995, harto del sexismo, lanza a todo el personal: “Cambien todo, salvo a sus mujeres e hijos”. De la noche a la mañana, productos, métodos y gestión se transforman radicalmente. Esta famosa “reactividad al mercado” hará al éxito del grupo y a la leyenda de su jefe. Dos años después, al notar la baja calidad de los teléfonos, Lee Kun-hee organiza una gigantesca hoguera de ciento cincuenta mil celulares, que se hacen humo ante los pasmados trabajadores. La imagen se transmite en todas las plantas, para demostrar que el trabajo mal hecho no vale más que ese montón de cenizas. El “defecto cero” se convierte en la norma a respetar y la culpabilización de los trabajadores, en un dogma.
El reconocido abogado Kim Yong-cheol trabajó en la Secretaría General, la cúspide del grupo, también llamada “grupo central de reforma” (Reformation Headquarter Group). Cuenta que en las reuniones con el gran jefe, que pueden durar más de seis horas, ningún ejecutivo toma ni un vaso de agua, por temor a verse obligado a ir al baño: Lee no lo soportaría. Nadie puede hablar sin su permiso. A nadie se le ocurriría plantear la más mínima duda. “Es como un dictador. Él ordena, uno ejecuta.”
Para los subcontratistas tampoco hay salvación fuera de la sumisión. Gran conocedor de Corea, el gerente francés de una empresa del sobrevaluado sector de las urbanizaciones de lujo, que pidió permanecer en el anonimato, nos confía: “Para trabajar aquí, hay que estar acomodado. Las licitaciones no existen. Todo se basa en la confianza. Si funciona, tenés que comprometerte por completo con el grupo, obedecer con manos atadas y ojos vendados. La ventaja es que podés innovar, pero bajo su protección”. No se puede trabajar para otro chaebol o rechazar un pedido. “Son relaciones feudales”, termina admitiendo. A otros subcontratistas de menos prestigio les pueden reducir autoritariamente el margen de la noche a la mañana, o los pueden retirar de la lista de proveedores.
El abogado Kim Yong-cheol vivió el sistema Samsung desde dentro. Durante “siete años y un mes” –precisa– puso su talento al servicio del gran hombre y sus prácticas más o menos lícitas: doble contabilidad, cajas negras para comprar periodistas y políticos, cuentas ocultas para costear necesidades personales, incluidas las de la señora Lee, gran amante del arte contemporáneo. “Me quedé en la empresa hasta que descubrí que habían abierto una cuenta en mi nombre con un crédito de varias decenas de millones de wons” (4).
Silencios comprados
Renunció en en 2005. Dos años después, se inició una investigación. Lee Kun-hee fue condenado a tres años de prisión con libertad condicional por fraude fiscal y abuso de confianza… para luego ser indultado por el Presidente de la República de ese entonces, Lee Myung-bak, ex presidente de una filial de Hyundai. La actual Presidenta, Park Geun-hye, lo llevó como uno de sus invitados destacados durante su visita a Estados Unidos en mayo de 2013. Como si François Hollande llevara a Bernard Tapie en su equipaje.
Kim Yong-cheol se harta. En 2010, moja su pluma en ácido y publica Pensar Samsung (5), donde detalla los abusos de la familia y la corrupción hasta en las más altas esferas del Estado: “Tenía que aportar la prueba de que no estaba mintiendo”. Ninguno de los tres grandes diarios, Chosun, Joongang y Donga –“Chojoodong”, como se llama a la prensa cómplice– acepta publicitar el libro. Ninguno publica ninguna crítica. Todostienen vínculos con Samsung a través de la publicidad o de sobres que se entregan espontáneamente a los periodistas o de relaciones íntimas con la familia. Sólo Hankyoreh romperá la veda, lo que le valdrá ser privado de los anuncios publicitarios del grupo.
Sin embargo, las redes sociales difundirán el libro, que vendió doscientos mil ejemplares. Gran éxito en librerías, pero el abogado sigue sin trabajo. Tuvo que regresar a su ciudad natal, Gwangju, único lugar donde pudo encontrar un empleo y feudo de los demócratas, él que se define como conservador. Sólo lamenta una cosa: “No hubo debate público. Samsung calificó mi libro como ‘pura ficción’”. Y el tejemaneje volvió a empezar.
Lo mismo ocurre con el director de cine Im Sang-soo. Desde un principio eligió la ficción con su película The taste of money en 2012 (6), donde describe magistralmente el comportamiento de los chaebols: la corrupción, la arrogancia, el desprecio por el personal, las disputas familiares, hasta el asesinato. “Los chaebols convierten a las personas en esclavos. Tuve que desmantelar sus mecanismos”, explica en las oficinas de la edición coreana de Le Monde diplomatique (7). Sin embargo, “no fue un éxito de taquilla”. Silencio mediático y negativa a proyectarla en las principales salas. Para él, “lo más decepcionante fue que la película casi no le interesó a la izquierda, porque no se atreve a atacar esa fortaleza. Pero hay dos dinastías en la península: Corea del Norte con los Kim y Corea del Sur, con los Lee”.
La imagen resulta apenas excesiva cuando vemos el destino que se le reservó al diputado del Nuevo Partido Progresista, Roh Hoe-chan, despojado de su cargo en febrero de este año por hacer pública una lista de las personalidades corrompidas por Samsung. Pero no cualquier lista: sino la que elaboró el Servicio Secreto, que, por alguna oscura razón, había grabado las conversaciones entre el presidente del grupo y el director del diario Joongang. Allí se habla largamente del dinero entregado a gente muy encumbrada: el viceministro de Justicia,uno o dos fiscales, varios periodistas, algunos candidatos.
Cuando se empezó a correr la voz del caso, Roh pidió –y logró– que se constituyera una comisión de investigación parlamentaria, que se apresuró a tapar el escándalo. El viceministro de Justicia fue el único que renunció. Con su inmunidad legislativa, el diputado reveló la lista en una conferencia de prensa y, como casi no se hacía ilusiones sobre el impacto que pudiera tener, la publicó en su página web. Ahora bien, según la Corte Suprema, la inmunidad llega… hasta las puertas de Internet. “Una farsa –comenta Roh–. Ahora yo estoy condenado, pero ningún fiscal fue a juicio. Vale aclarar que el hijo del procurador a cargo de la fiscalía que debía llevar a cabo la investigación trabaja en… Samsung. La Corte Suprema quiso dar una lección. Es increíble la cantidad de llamados de ‘amigos’ que trataron de convencerme de que dejara mi lucha.” Adiós al diputado recalcitrante.
Los sindicalistas también se ganaron la mordaza. No obstante, uno de los portavoces del grupo, Cho Kevin, desmiente que haya una cacería de brujas. Nos hace saber por correo electrónico (es más fácil tener una entrevista con un ministro o un diputado que con un representante de Samsung): “Hay sindicatos en varias de nuestras filiales y el grupo respeta tanto la legislación laboral como las normas éticas”. Sindicatos de empresa, sí, pero no la Confederación de Sindicatos de Corea (Korean Confederation of Trade Union, KCTU), cuya antecesora desempeñó un papel decisivo para poner fin a la dictadura en la década de 1980.
Secuestros, despidos, amenazas, chantaje: la dirección no escatima en los medios, si hemos de creer a la investigación del profesor Cho Don-moon, sociólogo de la Universidad Católica de Corea (8). Hasta 2011, sólo se autorizaba un único sindicato en la empresa y tenía que registrarse ante la administración pública. Apenas llegaba un legajo, el funcionario avisaba a la dirección de Samsung, que podía secuestrar al solicitante durante varios días, el tiempo suficiente para crear su propio sindicato adicto en la fábrica. Desde enero de 2011, se reconoce el pluralismo sindical, pero la KCTU sigue siendo el enemigo.
El alto costo de resistir
Son seis, de entre 30 y 50 años. Todos trabajan en Samsung, en los alrededores de Ulsan, a dos horas y media en tren rápido al sureste de Seúl. Pero, para verlos, tendremos que dar vueltas y vueltas hasta una posada coreana tradicional, rodeada de flores y árboles, a la orilla de un lago, lejos de su casa, para que pasen desapercibidos. El lugar es más encantador que los alrededores de las plantas donde fabrican baterías de celulares, pantallas de cristales líquidos o paneles solares. Y, sobre todo, más discreto: “Es demasiado peligroso reunirse con un periodista, sobre todo si es extranjero”, explican. Sindicados en la KCTU, viven en una semiclandestinidad.
Están todos catalogados como “MJ”, por moon jae, transcripción fonética al alfabeto occidental del coreano “problema”. “En cada sector –cuenta uno de ellos– hay personas encargadas de identificar a los MJ, de acosarlos, comprarlos e impedir la contaminación.”
Uno de sus colegas continúa: “Si una noche alguien toma una copa por casualidad con un MJ, enseguida lo llaman a la dirección y le preguntan qué escuchó y qué dijo. Incluso en la cantina, no se recomienda comer con un MJ”.
Llueven las sanciones: sólo uno de estos sindicalistas mantuvo el puesto en su línea de trabajo. Otro fue trasladado a una oficina donde se ocupa, en completa soledad, de las obras de caridad de la planta. Otro fue colocado en un sector de provisión bien enmarcado. Una pregunta sobre la actividad del cuarto hace reír a la mesa: “Nada, no hago nada, literalmente. Antes, era obrero, ahora estoy en una oficina, solo, sin ninguna tarea asignada”. Ahora se ríe, pero tuvo que consultar a un psiquiatra. A un compañero, que acaba de unirse al sindicato, la dirección le ofreció una “capacitación obligatoria” de varios meses… en Malasia. Él se negó y está esperando la sanción. El sexto, por su parte, fue despedido hace cuatro años. Sin derecho a defensa.
Nos reunimos con otros MJ. En Suwon, la ciudad insignia de Samsung, en los suburbios de Seúl, Cho Jang-hee, ex gerente de un restaurante en el parque de diversiones Everland, tuvo la audacia de crear, junto con tres compañeros, un sindicato afiliado a la KCTU. Todos los intentos anteriores habían fracasado, porque a algunos les habían ofrecido un ascenso o dinero para pagar la educación de sus hijos o simplemente habían sucumbido a la presión. “De pronto, los compañeros ya no se atreven a mirarte, ya no te hablan –explica Cho–. Incluso hay ‘sesiones de capacitación’, durante las cuales los ejecutivos explican que somos malhechores que ponen en peligro a la empresa.” Ellos fueron seguidos veinticuatro horas al día y fueron filmados. Sus teléfonos fueron hackeados y sus familias, amenazadas. Pero resistieron.
Es verdad que su influencia es muy marginal: once afiliados “a cara descubierta” y sesenta y ocho clandestinos sobre diez mil empleados. No están ni cerca de ser elegidos para representar al personal en esas comisiones paritarias inventadas por el grupo para evitar a los sindicatos y compuestas por un 50% de gente de la dirección y 50% de representantes de los empleados fervientemente recomendados por la dirección. Pero, por primera vez, la KCTU tiene existencia legal, aunque no reconocida, en Samsung. Cho lo pagó caro, porque fue despedido. Los otros dos cofundadores fueron suspendidos durante tres meses y trasladados a dos restaurantes diferentes “para aislar[los] mejor”.
Presiones infernales
Tanto en Ulsan como en Suwon, estos sindicatos reconocen que, para ellos, trabajadores de tiempo completo, “los salarios son correctos”. En cambio, los empleados precarizados a veces cobran entre un 40% y un 60% menos por el mismo trabajo, sin recibir ningún tipo de protección ni bonificación y son despedidos apenas bajan los pedidos (9). Ahora bien, ya sea que estén en la órbita de Samsung o que sean empleados por subcontratistas, se calcula (no existen estadísticas oficiales) que representan entre el 40% y el 50% de la fuerza laboral. A los mayores de 50 años, incluidos los ejecutivos, se los invita fervorosamente a renunciar, porque son demasiado caros. Para todos, las condiciones de trabajo son difíciles, la amplitud horaria es desmesurada, las tensiones son fuertes y los accidentes, muchos. En enero de 2013, un trabajador precario murió después de una fuga de ácido fluorhídrico en la planta de Hwasung, cerca de Suwon.
Desde el exterior, nada deja presagiar el más mínimo peligro en esta unidad. Preocupado por el decoro, Lee Kun-hee construyó con cuidado su digital city (“ciudad digital”), que se extiende a lo largo de tres comunas: Hwasung, Giheung y Onyang. El inteligente ensamblado de grandes cubos de un blanco puro, de elegantes edificios vidriados y de césped bien cuidado hace pensar en un campus universitario. En cada extremo, los dormitorios: los de las chicas son imponentes, porque las “operadoras” son más numerosas. Más allá, el de los varones, encargados del mantenimiento y la provisión. Estos jóvenes, provenientes de todo el país, construyen semiconductores.
Cada año, los ejecutivos de Samsung salen de caza. Descienden a los colegios provinciales para encontrar nuevos reclutas, preseleccionados por los profesores. Según dicen todos, hay más solicitudes que elegidos. Samsung goza de muy buena reputación y los salarios son relativamente altos: el equivalente a 2.000 euros, una fortuna para los principiantes (el salario mínimo no supera los 600 euros). “Como trabajo en Samsung –cuenta una empleada–, puedo ayudar a mis padres y preparar mi casamiento.”
Pero los sueños de jovencita muchas veces se evaporan en las salas blancas de producción. Desde el exterior, todo parece aséptico, con estas “operadoras” con aspecto de astronautas, vestidas de blanco de pies a cabeza, donde sólo se les ve los ojos. Uno imagina espacios muy seguros. Sin embargo, el decorado futurista esconde prácticas seudomedievales.
Hay que trabajar al menos doce horas diarias, participar en las actividades de caridad para desarrollar el espíritu de solidaridad –la gerencia de la casa dixit–, luego, eventualmente, volver al trabajo antes de ir a dormir. Seis días a la semana. El séptimo, las trabajadoras están tan cansadas que duermen allí mismo y pocas veces van a ver a sus familias. “Nos levantamos Samsung, comemos Samsung, trabajamos Samsung, nos entretenemos Samsung, dormimos Samsung”, resume Kab-soo, feliz de haberse ido luego de acumular un poco de dinero y encontrar otro trabajo un poco menos duro.
Por supuesto, las jóvenes tienen derecho a salir de noche. “No estamos en China”, replica, un poco molesto, un ex ejecutivo del grupo. Sin embargo, admite que no está muy bien visto. Y si, por error, vuelven después del toque de queda (medianoche), reciben una “tarjeta roja”, que sólo se borra una vez que han participado como corresponde de las actividades caritativas de la casa.
Es tanto el cansancio que las faltas de disciplina son muy pocas. Sin embargo, encapuchadas en sus trajes de bunny, las trabajadoras resisten la robotización. Como tienen prohibido maquillarse, usan pestañas postizas. Como están cubiertas hasta los ojos con la cofia reglamentaria, encuentran maneras elegantes de llevarlas, según cuenta Lee Kyung-hong, joven documentalista que las filmó durante tres años (10)… después de que dejaran la empresa, ya que tienen totalmente prohibido hablar mientras están contratadas.
Son sus únicas fantasías. “Trabajás con el miedo”, recuerda Kab-soo. Miedo a equivocarse. Miedo a no lograrlo. Miedo a la enfermedad. En efecto, la fábrica de semiconductores necesita grandes cantidades de productos químicos, de gases extremadamente peligrosos, de campos electromagnéticos. Las trabajadoras tienen que sumergir las pantallas en varios baños con gran rapidez, no equivocarse, verificar…
En los papeles, las normas de seguridad existen. Pero en la unidad de Hwasung, ya hubo dos fugas de gas entre enero y mayo de 2013. Los sistemas de ventilación no siempre funcionan. Por último, a menudo las propias operadoras abren las válvulas de radioactividad para ir más rápido y cumplir las misiones. Aunque no les pagan por pieza, se sienten responsables por el resultado común.
A ese ritmo, no aguantan más de cuatro o cinco años. Entonces, o bien encuentran otro trabajo o bien vuelven con sus padres y se casan (sólo el 53,1% de las mujeres trabaja) (11). Algunas mueren. La joven Hwang Yumi, de 22 años, murió en 2007 después de trabajar cuatro años en la unidad de Giheung. Su padre, Hwang Sang-gi, taxista en Dokcho, a dos horas y media de auto de Seúl, recuerda a cada momento el cáncer que la carcomió durante meses. Se convirtió en un símbolo. Aunque, en sus palabras, “hable menos bien que los burócratas de Samsung”, aunque haya recibido amenazas y ofertas financieras para callarlo, nunca se rindió. Él quiere que el cáncer de su hija sea reconocido como enfermedad laboral no sólo por la administración –cosa que ya logró–, sino también por parte de Samsung, que sigue negándolo. Por Yumi, y por todos los que siguen muriendo.
La primera en escucharlo fue la abogada Lee Jong-ran. Sus argumentos para hablar sobre los daños causados por el concentrado de sustancias peligrosas son innumerables. “Los fabricantes dicen que no hay nada que temer, pero ninguno quiere dar la lista exacta de los productos utilizados, en nombre del ‘secreto comercial’. Y los jóvenes mueren en secreto.”
Junto con el doctor Kong Jeong-ok y la asociación Supporters for the Health and Rights of People in the Semiconductor Industry (SHARPS), desde marzo de 2012 identificó a ciento cincuenta y cuatro pacientes que sufren diversas enfermedades (leucemia, cáncer de mama, esclerosis múltiple, etc.), de las cuales ciento treinta y siete son ex trabajadores de Samsung. Para muchos especialistas del grupo, estas enfermedades laborales son un secreto a voces. Sin embargo, tuvieron que producirse las fugas de gases tóxicos en Hwasung, a diez minutos de las residencias de lujo cercanas a Suwon, para que algunos empezaran a preocuparse y que la dirección se comprometiera a solucionarlo…
Pero cuando, después de meses y meses de procedimientos para que se evalúe un caso concreto, la agencia pública de indemnización facultada por las autoridades finalmente entró en competencia, ésta llamó a un médico… de Samsung (12).